martes, 22 de septiembre de 2009

En la puerta falsa


Cuando yo era un crío, en esas tertulias improvisadas, pero regulares, que se celebraban en las “puertas falsas” de las casas de mi barrio en la época de estío, y a las que cada vecino acudía aportando su propio asiento, que bien podía ser una silla de anea, un banco de madera o un pequeño taburete, casi siempre de fabricación propia, cuando no un simple taco de madera, recuerdo que entre palabrejas raras, los mayores discernían fundamentalmente de cuestiones laborales, de cómo les había ido hoy en la mina, de la manera en que tal o cual se había comportado y de cuestiones referentes a la herramienta y al tajo en general.
Me llamaba la atención que había bastantes silencios entre las palabras que los mayores se decían, que quedaban como puntos suspensivos y que solo se adivinaban si sabías comprender esos arqueos de cejas, esos guiños, esos golpeteos de zapatos en el suelo y algún que otro ademán gesticular específico, con lo cual, los pequeños que andurreábamos con nuestros triciclos por entre medias de éstos, aunque le pusieras toda la atención del mundo, no acababas de enterarte del todo de lo que estos señores tertulianos se contaban, por no decir que no pillabas casi nada.
Al cabo del tiempo ibas, aparte de creciendo, adaptando tus sentidos a la costumbre de esa comunicación entrecortada y, al igual que si de una partida de mus se tratara, a algunos de esos signos y símbolos ya le habías puesto, erróneamente o no, significado, con lo cual algunas frases llegabas a componerlas, a pesar de que el sentido de éstas la mayoría de las veces careciera para ti de significado lógico.
De vez en cuando, en esas deambulaciones por entre medias de los mayores llegabas a molestar a alguno: le pillabas los pies con alguna rueda, dabas un golpe a la improvisada mesa donde se apoyaban vasos de vino y viandas, levantabas polvo o cualquier otra cuestión que les hacía la puñeta, y entonces se oía: “¡Me cago en la m… (silencio)… mar salá, niño, échate un poco p’allá, co… (silencio)… contra!”
Lo de cagarse en la “mar salá” quedaba como que muy lejano para el entendimiento infantil, pero el tono con que se pronunciaba indicaba que era un reproche en toda regla, vamos, que te estaba riñendo con contundencia. Lo de “contra” era ya totalmente incomprensible, aunque sí era evidente que ponía enfáticamente punto y final a la amonestación anterior, con lo que te daba a entender que a partir de ese momento ya no debías volver a hacer la fechoría por la que te estaban regañando.
Otras veces escuchabas la apreciación que sobre otras personas se estaba haciendo, aunque jamás escuchabas el nombre: o bien se le aludía por alguna característica física, como puede ser “el de la cara colorá”, “el de los pantalones caídos”, “el amiguete del vigilante”, etc…, o bien directamente por el mote: “el Renre”, “el Chuzo”, “el Pelao”, “el Tarta”, y así hasta el infinito. Lo que también quedaba claro es que aquí los silencios y los gestos eran la culminación de esta especie de lenguaje a medias entre hablado e interpretado. “El hijo de la gran… (silencio)… su madre” (poniendo los ojos desorbitados y cerrando los puños) , “Tiene más cu… (silencio)… cubierta que un caracol” (llevándose ambos dedos índice a los contornos de la frente), “Ese es un ba… (silencio)… balón de furbo” (haciendo un gesto mano sobre mano y moviéndolas en círculo). En fin, que era muy interesante, a la vez que intrigante ver y escuchar a estos mineros veteranos disertar en esas agradables tertulias veraniegas.
Con el paso del tiempo, y adquirida ya cierta edad por mi parte, algunos silencios ya no se hacían en mi presencia y como consecuencia se pronunciaba la palabra que se quería decir, a pesar de que la mujer de turno, que también acompañaba en esos corros de opinión, pusiera el tono reprochante al escucharlas, normalmente moviendo la cabeza de lado a lado y diciendo el nombre del que la pronunciaba con un soniquete especial: “Antoniooooo…..
A partir de aquellos momentos todos los gestos y las palabras no pronunciadas ya formaban parte de mis conocimientos, con lo cual supe ponerle sonido a esos silencios, que por el mismo orden con que las he escrito, serían: “madre que te parió”, “coño”, “puta”, “cuernos” y “baboso”.
Uno de los contertulios habituales y vecino, Antonio el Renre, que me tenía mucho cariño y aprecio, con frecuencia me decía: “Niño, tú no te metas en la mina, que allí la gente habla muy mal, dice muchas palabrotas y se llevan fatal”.
Yo le prestaba toda mi atención. Y mientras más entendía ese especial lenguaje que ellos empleaban, más de acuerdo estaba con él.

No hay comentarios: