lunes, 13 de julio de 2009

Días de escuela

Jamás he usado uniforme escolar, salvo el “babi” de cuando estaba en la “escuela de los cagones” o parvulitos. Pero lo de la leche en polvo lo recuerdo perfectamente, todos en fila, con la taza de latón en la mano y haciendo cola para que el señor maestro te echara ese mejunje asqueroso en forma de harina que sabía a rayos. Mi madre me daba envuelto en un papel doblado una pequeña porción de Cola-Cao y una pizca de canela para que matara un poco ese emboque que, al menos a mí, me producía nauseas. Después te ibas al grifo y le añadías agua, removiendo poco a poco la pócima, porque si no se hacían unos grumos rebeldes y vomitivos de necesidad.
Eso era a la hora del recreo, en el que parte del tiempo lo perdías en esa procesión hacia el saco de papel con la leche en polvo, y el resto del tiempo lo dedicabas a jugar a las “bolas”, a pie mosca o a cualquier otra cosa que el pequeño espacio dedicado a estos menesteres te permitía. Tengo que decir que mi “colegio”, por llamarlo de alguna manera, era una casa particular habilitada al efecto, donde lo que fue la estancia se había convertido en aula, totalmente diáfana, sin tabiques y con una columna central de hierro que soportaba la viga transversal que sujetaba todo el techado. El patio de la casa era el espacio donde disfrutábamos del recreo, que tenía una especie de cuartito de paredes irregulares de tierra y con una puerta de madera desvencijada, que hacía las veces de lavabo, o mejor dicho, de retrete, porque lavabo, lo que se dice lavabo, no existía; solo había un grifo en mitad del patio que era el “manantial” que surtía del líquido elemento para todo lo que fuese necesario, y eso cuando había agua, ya que con machacona regularidad ésta se encontraba ausente. Pero para estas circunstancias había un pilón de cemento debajo del grifo que siempre tenía agua… y ovas… y en verano larvas de mosquito (que nosotros llamábamos “cabezones”), con las que también encontrábamos entretenimiento mirándolas moverse con esas sacudidas convulsivas por todo el pilón.
Lo más dramático, por ponerle un apelativo, era cuando nos tocaba hacer deporte. El recuerdo de aquello me produce por un lado una sonrisa, y por otro un recuerdo asimilado a la España profunda, en la que los medios escaseaban de tal manera, que era la imaginación la que proporcionaba los elementos para poder hacer “gimnasia”, que era como se llamaba el tiempo que dedicábamos a estas ocupaciones. Por aquel entonces participábamos en competiciones escolares de la localidad en baloncesto y balonmano. Yo era de los de baloncesto y para “entrenarnos”, el maestro colgaba en la pared del patio, justo al lado de la puerta, un porta-macetas con un diámetro aproximado al balón que usábamos, por supuesto no de baloncesto, sino uno cualquiera, y que era lo que nos servía de canasta. La situación de los árboles (dos) en ese escaso patio no nos permitía que tirásemos en línea recta hacia la “canasta”, sino que teníamos que hacerlo de manera oblicua y sin darle mucha altura al balón porque si no daba contra las ramas, con lo que el tiro libre era una asignatura pendiente en los “entrenamientos” y que solo practicábamos cuando jugábamos algún partido en otro colegio que sí tenía canastas, sin red, pero hasta con tablero y todo.
Lo del salto de longitud, espalderas, potro y otros elementos similares eran desconocidos para nosotros. Solo conocíamos lo que era pedestrismo, lo de correr, vaya, que era lo único que podíamos practicar cuando el señor maestro nos llevaba de excursión al campo y donde, con nuestras botas “Gorila” siempre, superábamos cualquier obstáculo, piedra, pedrusco, rama, surco o socavón que hubiera en la superficie sobre la que corríamos.
Y después estaban las horas lectivas, las de dar clase. Mi maestro tenía la costumbre de ponernos en fila semicircular alrededor de su mesa y por orden de sabiduría, es decir, de izquierda a derecha, el primero de la fila era el que más preguntas había contestado bien y, por ende, el último el que menos. Los puestos se iban alcanzando en base a los fallos de los que estaban primeros y los aciertos de los que andaban por detrás en esta especie de ranking de conocimientos. Si el que estaba por delante de ti no conocía la respuesta y tu sí, ocupabas su puesto y él retrocedía. Cuando el señor maestro hacía una pregunta y conocías la respuesta, estirabas la mano en dirección hacia donde él se encontraba sentado, diciendo nerviosa y repetitivamente su nombre, con el Don delante, por supuesto, para que éste supiera que tú la dominabas y que andabas con ganas de superar algunos puestos en esa media fila redonda a modo de podium del saber.
Todos nos respetábamos de un día para otro nuestra posición en esta escala; no recuerdo ninguna disputa por este motivo.
Lo que también recuerdo sin fisuras de memoria era la puñetera “palmeta” con la que el señor maestro igual nos arreaba en la punta de las manos para que nos separáramos de su mesa en la “rueda del saber” porque algunas veces casi le dábamos en la cara, que nos ponía en posición de “culo en pompa” y la estrellaba contra nuestro trasero. Otro castigo era darte palmetazos directamente sobre la mano abierta, sobre lo cual existían multitud de hipótesis que los alumnos barajábamos para hacer que el daño que éste causaba fuera minimizado. Una de las más famosas era refregarte ajo sobre la palma de la mano. Yo no lo hice nunca, pero sí recuerdo a un alumno que era “histórico” en eso de los castigos, y al que en verano era casi imposible arrimarse por el pestazo a ajo que desprendía.
En fin, son recuerdos y experiencias de mi infancia. Voy a cumplir dentro de mes y medio 50 años, así que ya no sé si catalogarlos de recuerdos… o de batallitas seniles.

jueves, 2 de julio de 2009

La disputa

Ayer tuve la oportunidad de presenciar un hecho que, aunque pueda parecer estúpido, me produjo cierta sensación de pena, además de mantenerme entretenido largo rato.
Cuando lo cuente alguno pensará, haciendo referencia al refranero, que cuando el diablo no tiene nada que hacer, con el rabo mata moscas, y es posible que así sea, porque la circunstancia se produjo justo en un momento en el que disfrutaba de la plácida tranquilidad y sosiego que me causaba estar tomando el fresco de la tarde-noche en el patio de mi casa, debajo de un especie de cenador formado por hiedra, y que previamente había refrescado con un ligero riego.
Justo enfrente de la posición en la que me encontraba, en una de las esquinas del sombrajo, embutido en un alcorque hay un pequeño rosal de esos que llaman de “pitiminí”, que presentaba unas diminutas rosas esparcidas por la parte alta de éste a modo de florero majestuoso. En un momento en el que me encontraba mirando unas de las rositas, aprecié que una abeja andaba husmeando entre ellas, revoloteando de una a otra y volviendo de nuevo a las mismas que antes había visitado. Era ya de por sí un espectáculo ver como el diminuto insecto se mantenía flotando en el aire, ya que las alas por la velocidad con que las movía no se le distinguían, como seleccionado aquella flor a la que acudiría, yo diría que hasta con cierto sentido del glamour, ya que daba la sensación que escudriñaba tanto el color, como el olor e incluso el leve movimiento que el viento producía sobre ellas. Cuando decidía dónde avituallarse del néctar que había ido a buscar, se posaba sobre uno de los pétalos de la flor elegida y con andares torpes, nada comparable a la elegancia de cuando se desenvolvía en el aire, introducía su cabeza entre los pistilos, dejando solo a la vista parte de su abdomen, que movía graciosamente de un lado a otro. Al cabo de unos minutos aparecieron algunas abejas más que, sin molestarse las unas a las otras, se dedicaron con la misma gracilidad e insistencia a la tarea que la primera venía desarrollando.
Hasta aquí todo normal y repetitivo, lo que lo convirtió en monótono y en cierta medida me hizo perder el inicial interés que sobre el asunto había mantenido, pero justo cuando iba a cambiar la mirada hacia otro lado en busca de cualquier otro aliciente que me entretuviera, apareció sobre el menudo rosal otro insecto, mucho más grande que las pequeñas abejas que ya lo ocupaban, negro, gordo y peludo, emitiendo una especie de zumbido que asemejaba al ronroneante e invariable ruido de una motobomba, aunque en un escala bastante más tenue.
El animalejo comenzó a revolotear por encima de las florecillas, con bamboleos bruscos de lado a lado que algunas veces daban la sensación de que su timón no le funcionaba bien y le costaba mantener el rumbo. Así se mantuvo durante algún tiempo, hasta que decidió posarse de manera bastante más brusca que las gráciles abejas sobre la flor más alta del rosal, cuestión que produjo una reacción inmediata de éstas, que salieron volando hacia atrás como poseídas por el diablo. Pero no se retiraron mucho, no, quedaron como esparcidas por encima de la planta, suspendidas en el aire a distancias regulares entre ellas, y con la mirada fija en el rosal, o en el abejorro que estaba sobre él. Se movían hacia los lados con movimientos perfectamente coordinados, todas hacia el mismo lado, a la vez y con una cadencia en distancia que me atrevería a decir, exacta. Esta especie de danza de observación se mantuvo durante bastante tiempo, mientras, el negruzco y gordo insecto seguía andurreando torpemente por entre las pequeñas flores. En la misma medida que éste se movía, las abejas modificaban su posición de manera armonizada y regular, siempre con la vista fija en lo que aparentemente daba la sensación que era su objetivo. Llegué a asimilar el suceso que estaba percibiendo con algunas de las escenas de la película “Matrix”, en la que los actores se mantenían flotando en el aire, con posturas corporales claramente bélicas y en ese impasse en el que de manera inmediata y veloz propinan el golpe fatal.
Dicho y hecho, o mejor expresado: pensado por mí y ejecutado por las abejas. De golpe, todas a una se abalanzaron sobre el abejorro (o lo que fuera), quedando sobre éste como un fiero enjambre adosado, en el que solo se percibía un movimiento circular y concéntrico, debido posiblemente a que lo único que le quedó sin ocupar de todo su cuerpo al insecto atacado, fueron las patas y las movía con la angustia de no saber ni por ni hacia dónde dirigirse. Este ataque se prolongó hasta que la víctima consiguió con su errático recorrido caer al suelo, momento en el que las abejas se desprendieron de su cuerpo, pero no cejaron en el incordio de darle pasadas a una distancia que casi lo rozaban, de manera insistente, una detrás de la otra y en perfecta formación aérea. Otro símil que me acudió a la mente fue el ataque aéreo a Pearl Harbour, no lo puedo evitar, soy peliculero.
El pobre bicho (ya empezó a darme pena) anduvo por el suelo aguantando los envites de las abejas como podía. En cada pasada lo hacían volverse patas arriba, le maltrataban las alas con golpecitos que hacían salir de éstas una especie de polvillo y, en fin, lo mantenían tan acosado que yo pensé que era tanta la angustia que sentía por esta situación, que le impedía reaccionar de la manera más lógica, que hubiera sido levantar el vuelo y marcharse, pero no, allí seguía el desgraciado.
Ya no pude soportar más esta circunstancia y actué: arranqué una hoja de hiedra y se la coloqué encima al abejorro, cuestión que posiblemente puso al bichejo al borde del infarto, ya que al susto del ataque que estaba sufriendo se le sumó la pérdida de visión del entorno, pero que produjo la paralización inmediata de sus patas y le ocultó de la vista de las “abejas asesinas” que intentaban por todos los medios hacerle mal. La reacción de éstas también fue inmediata: se quedaron sobrevolando un instante por el lugar, hicieron lo mismo alrededor del pequeño rosal y se marcharon sin más.
Cuando le levanté la hoja de hiedra de encima al bicho negro, arrancó a volar tropezándose contra el rosal, el poste que soporta el cenador y hasta conmigo mismo, pero en cuanto encontró hueco en el cielo, salió disparado y ni siquiera me dio las gracias, el jodido.
En fin, espero que se le pase el sofocón y otra vez que vuelva a visitarme mire primero si en el rosal hay abejas.