viernes, 22 de abril de 2011

Y fue el maestro y dijo: “Hoy toca dictado. ¡Venga!, cojan lápiz y cuaderno y prepárense para escribir”.


- “Iban las madrinas amparado el paso, velas encendidas y semblante serio…”

- “¡Don Luis, ¿velas es con “be” o con “uve”?.

- “¡Rodríguez, como vuelva a interrumpirme, se me pone de rodillas! ¿Se ha enterado, eh?”

- “Las lágrimas de cera resbalaban por los cirios amarrados a las manos de los penitentes que, tirando de las cadenas asidas por grilletes a sus desnudos tobillos, chirriaban arrastrando por encina de los húmedos adoquines de la calle Teatro...”

- “Don Luis, ¿desnudos es con mayúscula o con minúscula?”.

- “¡Rodríguez, venga usted para acá y pónganse en postura, que le voy a enseñar cómo se escribe “castigo”!

El discípulo se levantó del pupitre sin rechistar. Arrió sus manos a la espalda, cogidas por las muñecas y las apoyó sobre sí. Introdujo la cabeza entre las piernas de Don Luis, esperó a que éste lo sujetara y a que la “palmeta” tocara sus posaderas con el rigor y la fuerza que el castigo merecía, es decir, preparó el trasero para que la postura fuera procedente, porque en caso contrario la condena no sería por su desconocimiento del vocabulario, sino por no saber cómo ponerse en la posición adecuada para que el maestro arreara palmeta en mano, con la contundencia requerida. No se podía oír un lamento, ni siquiera el mínimo atisbo de quejido, por dos cuestiones elementales: primero, porque Don Luis creyera que la paliza no era bien recibida con la honestidad que merecía reconocer justos los agravios y, como consecuencia, ésta se prolongaría hasta que fuera así, o segundo, que no eras lo suficientemente machote para aguantar esa tortura “merecida” del que tu “inconsciencia” te había hecho merecedor y que todos tus compañeros de colegio avalaban.

Pasado este momento, todos los alumnos te miraban raro, se distanciaban de ti: habías sido castigado, habías traspasado las sagradas normas que el maestro, escrupulosa, diaria y contundentemente exigía. Tu madre y tu padre que no se enteraran, porque si no el castigo se multiplicaba: el primero en la escuela y el segundo en tu casa, por haber irritado a ese maestro, dogma de secularidad y rectitud.

Pero un día ese culo se reveló. Manifestó con arrojo que esos golpes de madera eran dañinos, y no solo porque que las terminaciones nerviosas que eran las primeras que los sufrían y transmitían al cerebro la sensación de dolor fueran importantes, sino porque lo que más angustia suscitaba, era que esa humillación fuera además consentida y tolerada, en la escuela, en tu casa y en toda la sociedad, por lo ignominioso que faltar al orden o ser torpe de conocimientos simbolizaba en el entorno. Si Don Luis, o su santa madre, te castigaba y te ponía el culo como un tomate, era la acepción pura que la formación tenía que entrar en tus entendederas con dolor, como a los perros de rehala se les enseña a ser más bestias de lo que ya son.

Y entonces el culo buscó otros culos… otras manos asidas a la espalda… otras manifestaciones contrarias… y las encontró. Llegó el siglo XX a traspasar sus tres quintos y las neuronas a trabajar por cuenta propia, producto del empecinamiento que Don Luis y muchos como él habían sido capaces de activar, con contundente dolor físico y psíquico, pero que por suerte, hoy, en el siglo XXI, no se da… ni se consiente.

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