miércoles, 28 de octubre de 2009

Las bolas de Su Majestad

En un lejano lugar situado en el centro de un frondoso bosque que discurría a lo largo de un valle regado por un manantial de aguas cristalinas, existía un pequeño reino en el que todos los lugareños se conocían y donde cierto día ocurrió un hecho curioso que dejó admirados y perplejos a todos cuántos allí habitaban.
Cuenta la leyenda que las mujeres del lugar tenían por costumbre recibir a los hombres que volvían de sus quehaceres en el campo entonando cánticos y melodías, que acompañaban con el sonido de arpas, flautas, bandurrias y tamboriles, cuestión que producía que todos los días mozos y casados del lugar sintieran gran placer al volver a sus casas y que por este motivo desapareciera el cansancio y la angustia que sus labores les acarreaban.
El Rey, hombre anciano, concienzudo trabajador, sabio y preocupado por su corte y sus vecinos, tuvo un día la ocurrencia de reprochar a su Reina el hecho de que él, soberano del lugar, no hubiera recibido nunca esos halagos que el resto de hombres obtenían a la vuelta de sus trabajos, y con gesto airado y contundente dijo sentirse despreciado en su labor como monarca, por lo que informó a su esposa que desde ese momento y hasta el final de sus días, se recluiría en sus aposentos y que, salvo que este hecho se modificara, no volvería a dedicarse a las cuestiones de estado.
La Reina quedó estupefacta ante tales afirmaciones provenientes de persona tan cuerda e íntegra, que había sido y era el soporte del reino allá donde se produjeran desavenencias, altercados o disputas, poniendo siempre orden y concierto entre aquellos que pleitearan y que había conseguido con su diligencia que todos disfrutaran del mejor lugar y condición social donde vivir, por lo que se le conocía como “el Rey Cabal”.
Después de un resuello de angustia, la Reina reunió a la corte y eruditos del lugar para tratar de dar solución a este conflicto que el Rey planteaba. Cortesanos y sabios no daban crédito a la situación, pero solo alcanzaban a solucionar el dilema planteando dos disyuntivas: o bien la reina le cantaba todos los días al término de cada jornada, o por el contrario el Rey debía salir a labrar el campo como el resto de hombres, con lo que en ambos casos se daría cumplimiento a sus deseos. A la primera cuestión la Reina se negaba rotundamente, puesto que consideraba que jamás en la historia del reino ésto se había producido y que era poner en evidencia su real persona, ya que la situaba en el mismo rasero que a una vulgar vasalla.
La otra opción parecía aún más imposible, ya que se daba por hecho que el Rey jamás aceptaría salir al campo como un labriego más. Pero en contra de todas las premisas, el monarca aceptó esta última propuesta y todos los días salía al campo con el resto de hombres del reino. A la vuelta, como era costumbre, las mujeres les esperaban con sus cánticos y melodías habituales, cuestión que hacía sentir muy feliz al Rey y por ende, producía sosiego y bienestar en la corte y en la propia Reina.
Preguntado un día por ésta, de cómo era posible que todo un Rey hubiera aceptado cambiar su majestuosidad por las labores del campo solo por unas cancioncillas de nada, éste respondió:
Mujer, antes me ocupaba en mediar y disponer de medios para solucionar los problemas de todos y nadie me lo agradecía, al contrario, todo eran malestares y críticas. Ahora de esos menesteres se ocupan otros; yo me dedico al Sindicalismo y a la Política asesorando a los hombres en el campo, y por la autoridad en la que me he convertido, no debo cambiar mi bastón de mando por una azada. Y es por eso que,

por rascarme y tocarme las bolas,

me dispensan canciones y odas”

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