miércoles, 26 de marzo de 2008

El hombre de la bicicleta



El sábado pasado me sumergí por enésima vez en las entrañas de El Cerco. Entré por la puerta de la Casa de La Juventud y empecé rodeando el Almacén Central. Me llevé una grata sorpresa al distinguir en uno de sus laterales la colocación de unos andamios, lo que me hizo suponer que se seguía restaurando este prodigio de edificación industrial.
Continué andando por el negruzco camino que serpentea entre la arboleda de acacias viejas, casi paralelo al camino que lleva a la Barriada de La Estación. En mitad de este recorrido me paré para admirar la grandiosidad de la fachada trasera de este edificio y en esta mirada algo quedó pendiente en mi subconsciente que me ronroneó a lo largo de todo el recorrido que duró algo más de hora y media.

La imagen que se me proyectó fue, de derecha a izquierda, el Almacén Central, justo al lado y en perspectiva más lejana, el edifico de la antigua Dirección de la SMMP y, por último, y más en la lejanía aún, como broche histórico y predominante, el Peñón de Peñarroya. Durante todo el recorrido no dejé de darle vueltas a qué me podía haber impresionado tanto que me obligaba a pensar y pensar sobre ello, como con la necesidad de cubrir necesariamente un hueco no tapado aún. Sentí en más de una ocasión la exigencia de parar en mi camino y poner en orden mis ideas para, al menos, aclarar esta especie de angustiosa obligación que me forzaba a recapacitar sobre un hecho que, de momento, me resultaba desconocido y desconcertante.
Los pensamientos me surgían sin orden ni concierto y en estas conjeturas estaba cuando frente a mí, en la revuelta del camino que desaparecía tras la Nave Norton, apareció un personaje extraño, vacilante en sus andares, como si padeciera una rara cojera; chaqueta vieja y manchada de haber trabajado con ella puesta en tajos muy sucios; entre la cinturilla del pantalón y la camisa azul lucía un fajín de tela negra y plegada, por encima de la que asomaba algo que asimilaba el mango de una navaja; llevaba una boina calada y con una ligera inclinación hacia el lado derecho y, del otro lado, en su oreja izquierda acomodaba un arrugado cigarrillo; tenía los pantalones remangados y metidas las partes más bajas de las perneras entre los gruesos calcetines y andaba agarrado al manillar de una bicicleta negra (Orbea ponía en la barra); de vez en cuando paraba su marcha, se escupía entre las manos y se las refregaba con pasión. Anudada al manillar de la bicicleta pendía una talega de tela gris, dentro de la que se adivinaba algún recipiente ancho, cilíndrico y de poca altura, además de otros bultos desiguales.
El extraño personaje iba canturreando algo que no entendí muy bien, pero que a mí me pareció similar al cante jondo o, al menos, algo parecido. Al llegar a mi altura, el hombre paró, se me quedó mirando, remangó la manga izquierda de su chaqueta y con la mano derecha se indicó la muñeca, diciendo: “Maegtro, ¿tiene ugté hora?. ¿Sabe si ha sonao ya er pito la Fundición?”. Sin más, sin darme tiempo a contestarle, montó en la bicicleta, hizo un ademán con la mano como diciendo adiós … y se marchó. No había rodado ni cinco metros cuando al tomar una curva del camino, desapareció de mi vista tras los arbustos. Corrí hacia la curva aún sin apenas haber reaccionado por este extraño encuentro, con el ánimo de poder seguir viéndolo, pero no le volví a ver … ni a él … ni siquiera las huellas de las rodadas de su bicicleta.
Me sacudí la cabeza como para despejarme de esta incógnita y al levantar de nuevo la vista volví a percibir esa misma imagen del Almacén Central, La Dirección y El Peñón de Peñarroya. Entonces reaccionaron mis neuronas y me di cuenta de que el personaje era ficticio, que había sido mi imaginación la creadora de tamaña elucubración, precisamente en base a esa ilustración que se presentaba ante mí y que venía a representar la historia de mi propio pueblo: El Peñón, que siempre ha estado y siempre estará como testigo mudo y vigilante de los acontecimientos; la Dirección, convertida hoy en geriátrico, como símbolo de la evolución de los tiempos y, por último, el Almacén Central, alma mater en su momento de este Cerco Industrial, hoy derruido, pero que en su momento hizo sentir su pálpito de vida y riqueza por todo el país.
El personaje de la bicicleta fue producto del recuerdo infantil que de este espacio aún queda en los recovecos de mi cerebro y que, por supuesto, me siento muy orgulloso de poder contar.

1 comentario:

rdv dijo...

Pasear por el cerco es una costumbre que nos gusta a muchos, el lugar es propicio para sumergirse en viejas historias y a veces tan solo basta con memorizar una imagen para que nuestros sentidos nos transporten.