Mi amigo Pepe ha muerto. A mes y pocos días de cumplir cincuenta y dos, su ya castigado organismo no ha podido responder a un cúmulo de complicadas y sucesivas circunstancias que han propiciado este hecho.
Estoy completamente seguro que hasta su último aliento ha luchado y ha estado batallando. Es su naturaleza. Así es él. Tiene que luchar por aquello que anhela, por lo que quiere y por lo cree justo y preciso, y no solo es capaz de arremeter contra lo que haga falta por ello, sino que además tiene la facultad de derrochar ánimo y suficiente potencia como para contagiar a todos los que hemos tenido la suerte de estar cerca de él.
De mirada inquieta, sonrisa amable y redondeados pómulos, es la persona con más carga moral y honrada con la que he compartido secuencias de mi vida inolvidables, magníficas, importantes. Sus dotes de análisis y su estilo único son como él mismo, arrebatadores, brillantes, fajados siempre con ese halo de luz que solo unos pocos elegidos poseen y que brota a raudales de su espíritu travieso y resuelto.
Esta “ley de vida” que conduce irrevocablemente a la muerte no es justa. Al menos en el caso de mi amigo Pepe. Si algo es importante para él, es la vida, sentir que cada gota de sangre que corre por sus venas tiene razón de ser, que cada una de las minúsculas células que componen sus tejidos están ahí para algo importante, crucial y por lo que constantemente hay que estar alerta. Por ello ha remontado acantilados impracticables y desmanes imposibles de los que ha resurgido como Ave Fénix siempre, a pesar de los pesares. No es justo.
Mi amigo Pepe es mi amigo para siempre. Su esencia es huella imborrable y a pesar de que ya lo echo de menos, está tan latente en mí que jamás podré hablar de mi existencia y de mi vida sin tener presente la parte de ésta que él propició, que compartimos y que seguiremos compartiendo por lo siglos de los siglos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario