miércoles, 11 de junio de 2008

Al más puro estilo caciquil

Se inicia el día y resuenan en la selva los sonidos peculiares que la singularizan, todo ello adornado con la pegajosa y cálida humedad que, aparte de reflejar el sol en las gotas de agua que penden de plantas y árboles, crean el típico ambiente sofocante que hace aún más agobiante transitar por ella.
Algunos monos, papagayos, enormes reptiles, babosas criaturas y minúsculos roedores se acomodan en torno de un pequeño paraje circular desnudo de plantas en donde en uno de sus extremos se erige, a modo de púlpito, un tosco peñasco que por la parte que apunta hacia el centro de la circunferencia presenta una capa de musgo y liquen verdoso y húmedo que le da un aspecto de cobertura de fieltro, cual atril de orador preparado para un discurso solemne.
El rumor que esos animales producen, similar al preludio de una clase magistral en la universidad antes de que el catedrático haga acto de presencia, se mezcla con los silbidos, graznidos y aullidos lejanos que acompañan como música de fondo a todo lo salvaje y primitivo, probablemente influenciada esta apreciación por el atrezo sonoro al que Hollywood nos acostumbró.

De pronto, de manera tajante cesan los sonidos lejanos y el murmullo de los presentes empieza a decrecer. Las miradas se cruzan entre los animales que conforman ese corro en derredor del peñasco tapizado de verde hasta que se produce un silencio sepulcral. Ni siquiera las gotas de agua al caer de las hojas de los helechos a los pequeños charcos del suelo transmiten sonido. Todo es silencio y expectación. Se empieza a oír levemente el crujido de ramajes al ser pisados… cada vez más cercanos, hasta que, por encima de ese peñasco enorme empieza a aparecer un penacho de plumas multicolores que andan ceñidas a una cabellera castaña, debajo de la cual aparece la figura contundente del cacique, en este caso cacica, por ser mujer. De aspecto rígido y acerado, con los ojos entornados, mirada dura y sin pestañeos, hace un paseo visual por el entorno como dando a entender que todos los presentes están siendo catalogados y depositadas sus imágenes en un archivo de memoria, para que les conste y se atengan a las consecuencias.
La cacica no viene sola, la acompañan un par de animalillos de difícil definición, pero que para salir del trance se podrían definir como gorilitas de peluche ataviados como titiriteros ambulantes, con camisa roja con lunares blancos y mangas de volantes, de cuyas narices y orejas cuelgan unos aros que brillan relampagueantemente con los nerviosos movimientos de sus cabezas. Al igual que la cacica, miran de soslayo a todos los animalejos que conforman ese círculo, con claras connotaciones intimidatorias, de modo que todos sin excepción doblan sus espaldas hasta unir sus cabezas contra el suelo.
“Os he reunido hoy aquí – retumba la voz metálica de la cacica -, inútiles vasallos, para daros a conocer mi última voluntad. Expropiaré de sus pertenencias a algunos de vosotros y a otros que no están aquí, para cumplir con uno de los objetivos político-chapuceros que me han sido encomendados: hacer la travesía de la N-432 como se pueda, incluso a costa de esas posesiones ajenas que pasarán a ser de propiedad municipal… porque yo lo valgo”.
El clamor no se produce y es entonces cuando los gorilitas titiriteros agitan unas campanillas que llaman la atención de los presentes; éstos levantas sus rostros hacia la cacica y es entonces cuando estalla el estruendo de aplausos y vítores.
“¡Callad, imbéciles, que aún no he terminado! – resonó de nuevo la voz de la cacica -. Además de ésto, he resuelto transformar en zona azul todo el centro de la ciudad, con el consiguiente beneficio que para las arcas municipales esto acarrea y sin tener en cuenta, como es norma caciquil, los perjuicios que le pueda ocasionar al comercio de la zona, e incluso a los habitantes del entorno o visitantes y, por supuesto, sin tener en cuenta vuestra ridícula y grotesca opinión. Haced extensivos mis deseos a todos, siempre manifestando que mi voluntad es lo mejor de lo mejor, a pesar de que por vuestras vacías y cobardes cabezas os ronde lo contrario. ¡He dicho…!. Y no olvidéis que os vigilo, sé quiénes sois y vosotros también sois conscientes de donde permito que trabajen vuestros hijos, mujeres y maridos”.
Sumisos y temblorosos, los animalejos emprendieron su camino hacia la selva de nuevo. En su transitar se quejaban amargamente de las actitudes de la cacica, de cómo los hundía reiteradamente cada vez más en la más vergonzosa miseria, a ellos y a sus descendientes, de que aún siendo ellos más numerosos en cantidad y en voluntad, la oligarca los somete sin tapujos. Acabaron cada uno en su madriguera con los ojos tristes y el alma rota, pero a ninguno se le ocurrió levantar un dedo en contra de las evidentes muestras de desprecio que por ellos sentía la cacica.
Y ésto, que parece un mal relato de la National Geographic (salvando las distancias), es una realidad palpable que está sucediendo constantemente en algún lugar de cuyo nombre me están entrando ganas de no acordarme… jamás.

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