sábado, 18 de junio de 2011

Mi abuelo era minero

Mi abuelo era minero, de los de alpargatas de esparto trenzadas a la pantorrilla, de los de casco de piel dura, de los de luz de carburo, de los de pico y pala y el pico de mango corto porque la galería tenía el techo muy cercano y por eso la herramienta estaba diseñada para estos menesteres.
Mi abuelo estaba curtido de cara, es decir, presentaba tantos quiebros y remangos en su faz, que si mi maestro de entonces me pusiera como tarea hacer un mapa, seguro que me servirían de referente los pliegues de la cara de mi abuelo para dibujar Sierra Morena, los Montes de Toledo, e incluso los Pirineos.
Cuando tuve la magnífica oportunidad de compartir con este hombre mis  vivencias, pocas, magníficas y por ello especiales, de lo único que no me acuerdo es de la vinculación cromosomática y umbilical que nos podría hacer sentir juntos, sino la sensación infantil que sus ahogos silicóticos me transmitían, lo mismo que su garrota perennemente asida a su manaza derecha, sus pantalones de pana enormemente anchos y largos porque esas sus piernas lo requerían, y sobre todo, sobre todos estos recuerdos, ese abrazo “opresor, puñetero y envolvente” que te daba todos los días, salvo cuando tenía “mixto”, que era el relevo de la noche y que no le permitía estar presente en horas, digamos, lectivas.
Pero me acuerdo con todos mis sentidos de estas circunstancias, es decir, recuerdo su olor a tabaco negro reseco y vino blanco, ese aroma a gallina y conejo que portaba por tener estas criaturas en su patio, y sobre todo, recuerdo la “puerta falsa”, donde el susodicho se sentaba por las tardes, botella a mano, mechero de yesca y tabaco también, mirada enjuta para manifestar sin palabras que no quería ni permitía interferencias, y fundamentalmente, demostrando que su vida consistía en percibir la tranquilidad que esos momentos le proporcionaban. Hay un hecho histórico en mi vida, un antes y un después en lo que ahora soy, y aunque parezca estúpido, tengo que contarlo porque fue este hombre, mi abuelo, el que me hizo sentir por primera vez la sensación de ser persona integral.
Paso a describirlo:
Estábamos mi hermano (espabilado como un lagarto) y yo (torpe cual “gamusino”) jugando en la puerta falsa de mi abuelo. Él, sentado en su poltrona como he descrito antes y regocijándose de esos pequeños instantes que le permitían su angustioso trabajo y su salud, y nosotros, nietos,  disfrutando en su derredor con unos botijillos de barro que nuestra madre nos había comprado en “la plaza”, mote por el que se conocía por entonces al Mercado Municipal Sebastián Sánchez.
Mi hermano, cabrón como él solo, se inventó la “magnífica” idea de que era divertido soplar por la parte ancha del botijo, éste lleno de agua, para que por el pitorro saliera un chorro razonable que pudiera  alcanzar un recorrido suficiente como para “hacerte sentir” importante en función de la distancia que con éste alcanzaras. Y yo, motivado por la “euforia de los cabrones”, entiéndase, mi hermano, no tardé en sentir la pletórica necesidad de alcanzar con ese chorro de agua a mi abuelo, que se encontraba a una distancia suficiente como para que el desafiante, es decir, el mismo cabrón de mi hermano que he mencionado antes, me propusiera este reto. Dicho y hecho: alcancé con el chorro a mi abuelo, y éste, con semblante cálido y conciliador solo alcanzó a decirme: “Lolo, ven, que no he visto bien lo que te ha comprado tu madre, enséñamelo, hijo mío, que yo lo vea”. El Lolo, o sea yo, acudió como un rayo a esa llamada, que por un lado me había hecho poseedor de la marca de liderazgo que mi hermano me había impuesto, así como merecedor de los alabos de mi abuelo.
Fue exactamente igual mostrarle el botijillo a mi abuelo y éste tenerlo en sus manos, que la demostración física de la velocidad de la luz: en cuanto éste lo poseyó, tardó menos de un segundo en estrellarlo contra el canto del bordillo que circundaba el parque de “Los Cuarteles”, frente como a tres metros de la posición que ocupaba mi abuelo.
No medió entre estos menesteres ni una sola palabra, ni siquiera un gesto que yo busqué desesperadamente en la cara de mi abuelo (y para qué contar en la de mi hermano, que se hallaba ausente en la geografía que yo alcanzaba a percibir). Solo sentí la sensación de que mi botijo, ¡mi  botijo!, el que mi madre me había comprado en “la plaza” y que mi hermano me había incitado para “marcar estilo”, mi abuelo lo destrozó contra un bordillo, precisamente por hacer algo que para mí era importante.
El cabrón de mi hermano aún anda riéndose por la circunstancia.
Mi abuelo no varió el rictus que mantenía antes de que yo lo humedeciera con mi botijo, pero después de unos años, y antes de morir, me dijo. “Lolo, no te fíes nunca y a la primera de lo que te dicen los que te quieren, que por cariño te la meten, y por desprecio te la sacan, y cuándo pides explicaciones, solo te encuentras a un abuelo “cabreao” que le ha roto el botijo a un nieto al que tiene que darle explicaciones”.
No se me olvidará jamás. Yo tenía poco más o menos que cuatro o cinco años. Murió agarrándome la mano, porque previo a su expiración le dijo a mi abuela que tenía que decirle a Manolín “una cosa”.

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