jueves, 2 de julio de 2009

La disputa

Ayer tuve la oportunidad de presenciar un hecho que, aunque pueda parecer estúpido, me produjo cierta sensación de pena, además de mantenerme entretenido largo rato.
Cuando lo cuente alguno pensará, haciendo referencia al refranero, que cuando el diablo no tiene nada que hacer, con el rabo mata moscas, y es posible que así sea, porque la circunstancia se produjo justo en un momento en el que disfrutaba de la plácida tranquilidad y sosiego que me causaba estar tomando el fresco de la tarde-noche en el patio de mi casa, debajo de un especie de cenador formado por hiedra, y que previamente había refrescado con un ligero riego.
Justo enfrente de la posición en la que me encontraba, en una de las esquinas del sombrajo, embutido en un alcorque hay un pequeño rosal de esos que llaman de “pitiminí”, que presentaba unas diminutas rosas esparcidas por la parte alta de éste a modo de florero majestuoso. En un momento en el que me encontraba mirando unas de las rositas, aprecié que una abeja andaba husmeando entre ellas, revoloteando de una a otra y volviendo de nuevo a las mismas que antes había visitado. Era ya de por sí un espectáculo ver como el diminuto insecto se mantenía flotando en el aire, ya que las alas por la velocidad con que las movía no se le distinguían, como seleccionado aquella flor a la que acudiría, yo diría que hasta con cierto sentido del glamour, ya que daba la sensación que escudriñaba tanto el color, como el olor e incluso el leve movimiento que el viento producía sobre ellas. Cuando decidía dónde avituallarse del néctar que había ido a buscar, se posaba sobre uno de los pétalos de la flor elegida y con andares torpes, nada comparable a la elegancia de cuando se desenvolvía en el aire, introducía su cabeza entre los pistilos, dejando solo a la vista parte de su abdomen, que movía graciosamente de un lado a otro. Al cabo de unos minutos aparecieron algunas abejas más que, sin molestarse las unas a las otras, se dedicaron con la misma gracilidad e insistencia a la tarea que la primera venía desarrollando.
Hasta aquí todo normal y repetitivo, lo que lo convirtió en monótono y en cierta medida me hizo perder el inicial interés que sobre el asunto había mantenido, pero justo cuando iba a cambiar la mirada hacia otro lado en busca de cualquier otro aliciente que me entretuviera, apareció sobre el menudo rosal otro insecto, mucho más grande que las pequeñas abejas que ya lo ocupaban, negro, gordo y peludo, emitiendo una especie de zumbido que asemejaba al ronroneante e invariable ruido de una motobomba, aunque en un escala bastante más tenue.
El animalejo comenzó a revolotear por encima de las florecillas, con bamboleos bruscos de lado a lado que algunas veces daban la sensación de que su timón no le funcionaba bien y le costaba mantener el rumbo. Así se mantuvo durante algún tiempo, hasta que decidió posarse de manera bastante más brusca que las gráciles abejas sobre la flor más alta del rosal, cuestión que produjo una reacción inmediata de éstas, que salieron volando hacia atrás como poseídas por el diablo. Pero no se retiraron mucho, no, quedaron como esparcidas por encima de la planta, suspendidas en el aire a distancias regulares entre ellas, y con la mirada fija en el rosal, o en el abejorro que estaba sobre él. Se movían hacia los lados con movimientos perfectamente coordinados, todas hacia el mismo lado, a la vez y con una cadencia en distancia que me atrevería a decir, exacta. Esta especie de danza de observación se mantuvo durante bastante tiempo, mientras, el negruzco y gordo insecto seguía andurreando torpemente por entre las pequeñas flores. En la misma medida que éste se movía, las abejas modificaban su posición de manera armonizada y regular, siempre con la vista fija en lo que aparentemente daba la sensación que era su objetivo. Llegué a asimilar el suceso que estaba percibiendo con algunas de las escenas de la película “Matrix”, en la que los actores se mantenían flotando en el aire, con posturas corporales claramente bélicas y en ese impasse en el que de manera inmediata y veloz propinan el golpe fatal.
Dicho y hecho, o mejor expresado: pensado por mí y ejecutado por las abejas. De golpe, todas a una se abalanzaron sobre el abejorro (o lo que fuera), quedando sobre éste como un fiero enjambre adosado, en el que solo se percibía un movimiento circular y concéntrico, debido posiblemente a que lo único que le quedó sin ocupar de todo su cuerpo al insecto atacado, fueron las patas y las movía con la angustia de no saber ni por ni hacia dónde dirigirse. Este ataque se prolongó hasta que la víctima consiguió con su errático recorrido caer al suelo, momento en el que las abejas se desprendieron de su cuerpo, pero no cejaron en el incordio de darle pasadas a una distancia que casi lo rozaban, de manera insistente, una detrás de la otra y en perfecta formación aérea. Otro símil que me acudió a la mente fue el ataque aéreo a Pearl Harbour, no lo puedo evitar, soy peliculero.
El pobre bicho (ya empezó a darme pena) anduvo por el suelo aguantando los envites de las abejas como podía. En cada pasada lo hacían volverse patas arriba, le maltrataban las alas con golpecitos que hacían salir de éstas una especie de polvillo y, en fin, lo mantenían tan acosado que yo pensé que era tanta la angustia que sentía por esta situación, que le impedía reaccionar de la manera más lógica, que hubiera sido levantar el vuelo y marcharse, pero no, allí seguía el desgraciado.
Ya no pude soportar más esta circunstancia y actué: arranqué una hoja de hiedra y se la coloqué encima al abejorro, cuestión que posiblemente puso al bichejo al borde del infarto, ya que al susto del ataque que estaba sufriendo se le sumó la pérdida de visión del entorno, pero que produjo la paralización inmediata de sus patas y le ocultó de la vista de las “abejas asesinas” que intentaban por todos los medios hacerle mal. La reacción de éstas también fue inmediata: se quedaron sobrevolando un instante por el lugar, hicieron lo mismo alrededor del pequeño rosal y se marcharon sin más.
Cuando le levanté la hoja de hiedra de encima al bicho negro, arrancó a volar tropezándose contra el rosal, el poste que soporta el cenador y hasta conmigo mismo, pero en cuanto encontró hueco en el cielo, salió disparado y ni siquiera me dio las gracias, el jodido.
En fin, espero que se le pase el sofocón y otra vez que vuelva a visitarme mire primero si en el rosal hay abejas.

1 comentario:

Cerco Pya dijo...

La unión hace la fuerza.