Jamás he usado uniforme escolar, salvo el “babi” de cuando estaba en la “escuela de los cagones” o parvulitos. Pero lo de la leche en polvo lo recuerdo perfectamente, todos en fila, con la taza de latón en la mano y haciendo cola para que el señor maestro te echara ese mejunje asqueroso en forma de harina que sabía a rayos. Mi madre me daba envuelto en un papel doblado una pequeña porción de Cola-Cao y una pizca de canela para que matara un poco ese emboque que, al menos a mí, me producía nauseas. Después te ibas al grifo y le añadías agua, removiendo poco a poco la pócima, porque si no se hacían unos grumos rebeldes y vomitivos de necesidad.
Eso era a la hora del recreo, en el que parte del tiempo lo perdías en esa procesión hacia el saco de papel con la leche en polvo, y el resto del tiempo lo dedicabas a jugar a las “bolas”, a pie mosca o a cualquier otra cosa que el pequeño espacio dedicado a estos menesteres te permitía. Tengo que decir que mi “colegio”, por llamarlo de alguna manera, era una casa particular habilitada al efecto, donde lo que fue la estancia se había convertido en aula, totalmente diáfana, sin tabiques y con una columna central de hierro que soportaba la viga transversal que sujetaba todo el techado. El patio de la casa era el espacio donde disfrutábamos del recreo, que tenía una especie de cuartito de paredes irregulares de tierra y con una puerta de madera desvencijada, que hacía las veces de lavabo, o mejor dicho, de retrete, porque lavabo, lo que se dice lavabo, no existía; solo había un grifo en mitad del patio que era el “manantial” que surtía del líquido elemento para todo lo que fuese necesario, y eso cuando había agua, ya que con machacona regularidad ésta se encontraba ausente. Pero para estas circunstancias había un pilón de cemento debajo del grifo que siempre tenía agua… y ovas… y en verano larvas de mosquito (que nosotros llamábamos “cabezones”), con las que también encontrábamos entretenimiento mirándolas moverse con esas sacudidas convulsivas por todo el pilón.
Lo más dramático, por ponerle un apelativo, era cuando nos tocaba hacer deporte. El recuerdo de aquello me produce por un lado una sonrisa, y por otro un recuerdo asimilado a la España profunda, en la que los medios escaseaban de tal manera, que era la imaginación la que proporcionaba los elementos para poder hacer “gimnasia”, que era como se llamaba el tiempo que dedicábamos a estas ocupaciones. Por aquel entonces participábamos en competiciones escolares de la localidad en baloncesto y balonmano. Yo era de los de baloncesto y para “entrenarnos”, el maestro colgaba en la pared del patio, justo al lado de la puerta, un porta-macetas con un diámetro aproximado al balón que usábamos, por supuesto no de baloncesto, sino uno cualquiera, y que era lo que nos servía de canasta. La situación de los árboles (dos) en ese escaso patio no nos permitía que tirásemos en línea recta hacia la “canasta”, sino que teníamos que hacerlo de manera oblicua y sin darle mucha altura al balón porque si no daba contra las ramas, con lo que el tiro libre era una asignatura pendiente en los “entrenamientos” y que solo practicábamos cuando jugábamos algún partido en otro colegio que sí tenía canastas, sin red, pero hasta con tablero y todo.
Lo del salto de longitud, espalderas, potro y otros elementos similares eran desconocidos para nosotros. Solo conocíamos lo que era pedestrismo, lo de correr, vaya, que era lo único que podíamos practicar cuando el señor maestro nos llevaba de excursión al campo y donde, con nuestras botas “Gorila” siempre, superábamos cualquier obstáculo, piedra, pedrusco, rama, surco o socavón que hubiera en la superficie sobre la que corríamos.
Y después estaban las horas lectivas, las de dar clase. Mi maestro tenía la costumbre de ponernos en fila semicircular alrededor de su mesa y por orden de sabiduría, es decir, de izquierda a derecha, el primero de la fila era el que más preguntas había contestado bien y, por ende, el último el que menos. Los puestos se iban alcanzando en base a los fallos de los que estaban primeros y los aciertos de los que andaban por detrás en esta especie de ranking de conocimientos. Si el que estaba por delante de ti no conocía la respuesta y tu sí, ocupabas su puesto y él retrocedía. Cuando el señor maestro hacía una pregunta y conocías la respuesta, estirabas la mano en dirección hacia donde él se encontraba sentado, diciendo nerviosa y repetitivamente su nombre, con el Don delante, por supuesto, para que éste supiera que tú la dominabas y que andabas con ganas de superar algunos puestos en esa media fila redonda a modo de podium del saber.
Todos nos respetábamos de un día para otro nuestra posición en esta escala; no recuerdo ninguna disputa por este motivo.
Lo que también recuerdo sin fisuras de memoria era la puñetera “palmeta” con la que el señor maestro igual nos arreaba en la punta de las manos para que nos separáramos de su mesa en la “rueda del saber” porque algunas veces casi le dábamos en la cara, que nos ponía en posición de “culo en pompa” y la estrellaba contra nuestro trasero. Otro castigo era darte palmetazos directamente sobre la mano abierta, sobre lo cual existían multitud de hipótesis que los alumnos barajábamos para hacer que el daño que éste causaba fuera minimizado. Una de las más famosas era refregarte ajo sobre la palma de la mano. Yo no lo hice nunca, pero sí recuerdo a un alumno que era “histórico” en eso de los castigos, y al que en verano era casi imposible arrimarse por el pestazo a ajo que desprendía.
En fin, son recuerdos y experiencias de mi infancia. Voy a cumplir dentro de mes y medio 50 años, así que ya no sé si catalogarlos de recuerdos… o de batallitas seniles.
Eso era a la hora del recreo, en el que parte del tiempo lo perdías en esa procesión hacia el saco de papel con la leche en polvo, y el resto del tiempo lo dedicabas a jugar a las “bolas”, a pie mosca o a cualquier otra cosa que el pequeño espacio dedicado a estos menesteres te permitía. Tengo que decir que mi “colegio”, por llamarlo de alguna manera, era una casa particular habilitada al efecto, donde lo que fue la estancia se había convertido en aula, totalmente diáfana, sin tabiques y con una columna central de hierro que soportaba la viga transversal que sujetaba todo el techado. El patio de la casa era el espacio donde disfrutábamos del recreo, que tenía una especie de cuartito de paredes irregulares de tierra y con una puerta de madera desvencijada, que hacía las veces de lavabo, o mejor dicho, de retrete, porque lavabo, lo que se dice lavabo, no existía; solo había un grifo en mitad del patio que era el “manantial” que surtía del líquido elemento para todo lo que fuese necesario, y eso cuando había agua, ya que con machacona regularidad ésta se encontraba ausente. Pero para estas circunstancias había un pilón de cemento debajo del grifo que siempre tenía agua… y ovas… y en verano larvas de mosquito (que nosotros llamábamos “cabezones”), con las que también encontrábamos entretenimiento mirándolas moverse con esas sacudidas convulsivas por todo el pilón.
Lo más dramático, por ponerle un apelativo, era cuando nos tocaba hacer deporte. El recuerdo de aquello me produce por un lado una sonrisa, y por otro un recuerdo asimilado a la España profunda, en la que los medios escaseaban de tal manera, que era la imaginación la que proporcionaba los elementos para poder hacer “gimnasia”, que era como se llamaba el tiempo que dedicábamos a estas ocupaciones. Por aquel entonces participábamos en competiciones escolares de la localidad en baloncesto y balonmano. Yo era de los de baloncesto y para “entrenarnos”, el maestro colgaba en la pared del patio, justo al lado de la puerta, un porta-macetas con un diámetro aproximado al balón que usábamos, por supuesto no de baloncesto, sino uno cualquiera, y que era lo que nos servía de canasta. La situación de los árboles (dos) en ese escaso patio no nos permitía que tirásemos en línea recta hacia la “canasta”, sino que teníamos que hacerlo de manera oblicua y sin darle mucha altura al balón porque si no daba contra las ramas, con lo que el tiro libre era una asignatura pendiente en los “entrenamientos” y que solo practicábamos cuando jugábamos algún partido en otro colegio que sí tenía canastas, sin red, pero hasta con tablero y todo.
Lo del salto de longitud, espalderas, potro y otros elementos similares eran desconocidos para nosotros. Solo conocíamos lo que era pedestrismo, lo de correr, vaya, que era lo único que podíamos practicar cuando el señor maestro nos llevaba de excursión al campo y donde, con nuestras botas “Gorila” siempre, superábamos cualquier obstáculo, piedra, pedrusco, rama, surco o socavón que hubiera en la superficie sobre la que corríamos.
Y después estaban las horas lectivas, las de dar clase. Mi maestro tenía la costumbre de ponernos en fila semicircular alrededor de su mesa y por orden de sabiduría, es decir, de izquierda a derecha, el primero de la fila era el que más preguntas había contestado bien y, por ende, el último el que menos. Los puestos se iban alcanzando en base a los fallos de los que estaban primeros y los aciertos de los que andaban por detrás en esta especie de ranking de conocimientos. Si el que estaba por delante de ti no conocía la respuesta y tu sí, ocupabas su puesto y él retrocedía. Cuando el señor maestro hacía una pregunta y conocías la respuesta, estirabas la mano en dirección hacia donde él se encontraba sentado, diciendo nerviosa y repetitivamente su nombre, con el Don delante, por supuesto, para que éste supiera que tú la dominabas y que andabas con ganas de superar algunos puestos en esa media fila redonda a modo de podium del saber.
Todos nos respetábamos de un día para otro nuestra posición en esta escala; no recuerdo ninguna disputa por este motivo.
Lo que también recuerdo sin fisuras de memoria era la puñetera “palmeta” con la que el señor maestro igual nos arreaba en la punta de las manos para que nos separáramos de su mesa en la “rueda del saber” porque algunas veces casi le dábamos en la cara, que nos ponía en posición de “culo en pompa” y la estrellaba contra nuestro trasero. Otro castigo era darte palmetazos directamente sobre la mano abierta, sobre lo cual existían multitud de hipótesis que los alumnos barajábamos para hacer que el daño que éste causaba fuera minimizado. Una de las más famosas era refregarte ajo sobre la palma de la mano. Yo no lo hice nunca, pero sí recuerdo a un alumno que era “histórico” en eso de los castigos, y al que en verano era casi imposible arrimarse por el pestazo a ajo que desprendía.
En fin, son recuerdos y experiencias de mi infancia. Voy a cumplir dentro de mes y medio 50 años, así que ya no sé si catalogarlos de recuerdos… o de batallitas seniles.