Son las siete y media de la mañana y está despuntando el sol por el horizonte, allí por donde a lo lejos se vislumbran los edificios más altos de Torrox. Estoy situado en un espigón de piedras de tamaño descomunal que sirve de parapeto y freno a la furia de las olas, en una playa cualquiera de Torre del Mar, con mis dos cañas desplegadas y mi puesto de pesca en perfecto orden esperando las ansiadas picadas de cualquier pez al que mi carnada pudiera engañar. Las picadas no se producen y me entretengo disfrutando de la maravillosa vista que estos primeros días del mes de Mayo, luminosos y claros, me proporcionan del vasto mar embravecido que se muestra ante mí.
Sobre las ocho y media aproximadamente aparece un coche todo terreno por la playa, como a cien metros de donde yo me encuentro, del que se bajan dos personas: un hombre de unos cuarenta años y un chiquillo de ocho o nueve. Cuando han terminado de preparar todos sus aparejos de pesca y el hombre se queda sentado en una pequeña hamaca mirando sus dos cañas, oigo al niño canturrear dirigiéndose hacia el espigón donde yo estoy. Se encarama en las piedras, todo esto sin dejar de canturrear, y prosigue su aventura entre los peñascos hasta que llega hasta donde me encuentro sentado en el único sitio plano que encontré de todas las rocas que hay al lado de mis cañas. Se sentó a mi lado y dejó de canturrear en ese tono de voz blanca de la que aún sigo sin adivinar la melodía, para decirme:
- Hola, ¿verdad que aquí no te molesto?
A partir de aquí voy a transcribir la conversación que mantuve con él hasta que se marchó.
Yo – Claro que no me molestas, pero ten cuidado porque las peñas están muy húmedas, no vayas a escurrirte y te caigas.
Niño – Yo no me escurro porque llevo estas zapatillas de goma, que además sirven para escalar y todo.
Yo - ¿Eres escalador?
Niño – Si. En mi pueblo me subo por todas las montañas y los cerros y mi padre me deja porque a él le gusta que yo escale. (De pronto se encarama bruscamente sobre mi espalda, asomando la cabeza por encima de mi hombro). ¿Has visto ese cangrejo que hay en esa piedra?
Yo - ¿Qué piedra? … (Me indica con el dedo un pedrusco por debajo de mí, donde en mitad de un pequeño charco se adivina una masa deforme que debe ser de la propia piedra que emerge sobre el agua estancada).
Niño – Esa que está ahí. Pues eso es un cangrejo.
Yo – Yo creo que no es un cangrejo, sino se le verían las patas y las pinzas, ¿no?
Niño – No. Es un cangrejo. ¿Tienes algo por ahí para tirarle, verás como se mueve?
Yo – Pues no, pero debajo del espigón hay muchas piedras. Ten cuidado al bajar a por ellas.
El niño comenzó de nuevo a canturrear y a bajar por las piedras hasta que llegó a la base del espigón. Cogió algunas piedras y las guardó en los bolsillos del pantalón corto que llevaba. Al subir de nuevo por las piedras se paró en un hueco y asomó la cabeza por él para decirme:
Niño – Ahí hay otro cangrejo, pero si lo cojo que sepas que no es para ti; es para mi padre, para que lo ponga en el anzuelo porque no se si sabrás que los cangrejos de este color verde, antes de que se pongan colorados del calor, valen para engañar a los peces, ¿sabes?
No pude aguantar la risa y le dije que naturalmente debería dárselo a su padre.
Cuando de nuevo llegó a mi altura, volvió a sentarse a mi lado y comenzó a tirarle piedras al supuesto cangrejo que decía estaba en el pequeño charco. Arrojó todos y cada uno de los guijarros canturreando su ya bien manejada cancioncilla que sonaba a flauta en sus notas más altas. Cuando terminó se quedó mirándome y me dijo:
Niño – Estoy empezando a creer que eso no es un cangrejo, porque si no se hubiera cabreado de todas las piedras que le he tirado y hubiera hecho así con las pinzas ( se levantó arrugando la cara y alzó las dos manos a la altura de su rostro, moviendo los dedos de afuera para dentro de la palma).
De nuevo no pude aguantar la risa y le recomendé que se sentara porque en ese momento venía una ola que tenía toda la pinta de que al romper sobre el espigón nos mojaría a los dos. Así fue y a él lo pilló mirando para atrás, con lo que recibió toda el agua sobre su espalda, con el consiguiente sobresalto y estremecimiento. No paraba de reírme con su actitud y le dije:
Yo - ¿Ves? Al supuesto cangrejo no lo has cabreado, pero al mar sí porque todas las piedras han caído sobre él y por eso te mandó esa ola para mojarte.
Niño – (riéndose) Si. Eso ya lo sabía yo. Pero yo aguanto mucho las olas, porque todos los veranos que vengo al mar lo cabreo un poco tirándole piedras y conchas.
Dejó de hablar para seguir su tonadilla musical mientras me recorría en derredor. Cuando pasó por el lado de las cajas donde yo guardaba los cebos, me dijo:
Niño - ¿Con qué cebos estás pescando?
Yo – Con sardina en una caña y en la otra, que tiene tres anzuelos, tengo puesto gamba, langostino y una lombriz que se llama “Coreana”.
Niño - ¿Me los enseñas?
Yo – Claro.
Abrí el macuto y le enseñé primero las sardinas, a continuación la lombriz y por último dos bolsitas de plástico donde guardaba gambas y langostinos crudos respectivamente. Cogió las dos bolsas con el marisco y me dice:
Niño – Qué ordenado eres, cada bicho en su sitio, para que no se cambien los sabores.
De nuevo me entró la risa y en ello estaba cuando me interrumpió para decirme:
Niño – Saca las cañas porque no te pican.
Yo – Pero, ¿cómo las voy a sacar ahora? ¿Tendré que esperar a ver si hay alguna picada, no? Aunque me da la sensación que si las saco, los cebos vendrán intactos, sin tocar, porque para mí que no hay peces hoy por aquí.
Niño – Pues como vengan los cebos “sin tacto” me voy a reír mucho de ti… si.
La carcajada que di retumbó entre los peñascos y entonces se me ocurrió decirle que igual si ponía un bocadillo en el anzuelo, los peces sí picarían.
Niño – Si, pero de chorizo de Espejo, que está muy bueno. Mi madre me lo pone cuando vamos al campo y yo pico mucho… más que los peces.
Me dolía la barriga de reír.
Yo - ¿De donde eres?
Niño – De un pueblecito de Córdoba que se llama Montilla.
Yo – Yo también soy de un pueblo de Córdoba. De Peñarroya Pueblonuevo, ¿lo conoces?
Niño – No. Ese pueblo todavía no lo hemos estudiado en el colegio.
Las lágrimas se me saltaban de la risa pero a él no parecía importarle la circunstancia y seguía con su animada conversación o, en su defecto, con sus cánticos.
Yo – Pues en tu pueblo hay muy buen vino. Podía poner en un anzuelo un poco del vino de tu pueblo y en otro un bocadillo de chorizo de Espejo. Igual así los peces se emborrachan con el vino y muerden el anzuelo del bocadillo.
Niño – Si. (Hizo una pausa larga gesticulando con la cara como buscando las siguientes palabras que quería decir). Es muy bueno el vino de mi pueblo. Fíjate si es bueno que en las viñas hay muchos conejos y se comen las uvas, entonces los cazadores no hace falta que les peguen tiros, porque los conejos están todos gordos y borrachos y los cogen con las manos.
No sabía ya como respirar entre el carcajeo. Cuando pude parar de reír y me limpié las lágrimas, le dije:
Yo - ¿Y tu padre ha pescado algo?
Niño – (Gritando) ¡Papá!, ¿has pescado algo?
El padre a lo lejos indicó escuetamente con el dedo que no y él se me quedó mirando un rato y me dice:
Niño – Dice que no, pero que es por culpa de las voces que nosotros estamos dando y del ruido de las olas, que le asustan los peces que van a picarle. Ahora vamos a hablar en voz baja, verás como mi padre coge más peces que tú. (Se arrimó a mi oreja y en voz baja me susurró). ¿Me das una gamba?
Yo – (aguantándome las ganas de reír) ¿Para qué quieres una gamba?
Niño – Para comérmela.
Tengo que decir que el niño, sin estar rollizo ni tampoco delgado, la imagen que desprendía es que era de buen comer, en definitiva, estaba magrote.
Yo - ¿Pero como te vas a comer ésto si están crudas?
El niño miraba las gambas arroceras (rojas) y los langostinos (blancos) e insistía:
Niño – Pues yo me las como así. ¿Me das una?
Comprendí que el color de las gambas le engañaba porque él se las comía de ese color, claro que ya cocidas, y entonces le arrimé una gamba a la nariz y le dije que la oliera para comprobar que estaba cruda.
Niño – (Al oler la gamba la tocó con los dedos y se llevó éstos a la boca). Ya se por qué no te pican los peces. Estas gambas no están bien muertas (entiendo que quiso decir cocidas) y por eso a los peces no les gustan. Además están muy sosas y saben a boquerones, pero sin vinagre.
Sinceramente tengo que decir que me dolían los músculos de la barriga y de la quijada por el hartón de reír que me estaba dando.
Yo - ¿Estáis de vacaciones en un apartamento?
Niño – No. Estamos en un camping. A mí no me gusta porque huele muy mal y se pasa mucho frío. Cuando era más pequeño, tendría a lo mejor uno o dos años, estuve a punto de morirme de frío. ¡No se cómo salí vivo!
Cuando me recuperé de la carcajada, le dije:
Yo – Pero, ¿por qué pasas tanto frío, es que no te abrigas o no te arropas por las noches cuando te acuestas?
Niño – Yo si me arropo, pero como hace mucho aire, de ese que es muy malo y muy frío que se llama “levanta”, pues me levanta, me despierta y entonces paso frío. Por eso no me gusta el camping. Y además huele mal porque, ¿sabes una cosa?, hace tiempo descubrieron petróleo ahí y desde entonces hay un pozo negro.
Volvían a saltárseme las lágrimas de la risa y desde luego estaba asombrado de cómo la imaginación de este crío amalgamaba realidades en su mente en función de lo que habría oído decir a sus padres, a su familia o a las personas con las que entablara relación. Era una esponja, estaba nutrido de todo lo que sus oídos percibían y era su cerebro el que procesaba esta información con el componente individual que él le daba en base a sus criterios, que además no dudaba en manifestar.
Niño – Saca las cañas que no te van a picar. (insistió de nuevo)
Yo – Llevas razón. Voy a sacar las cañas y a cambiarles el cebo, que ya lleva mucho rato en el agua.
Niño – Como los cebos salgan sin “masticar” por lo peces que sepas que me voy a reír de ti.
Saqué las cañas y en efecto los cebos venían sin tocar. No había ni morralla que hubiera podido mordisquear algo los cuatro cebos que tenía puestos. Cuando esperaba la risa del niño, éste ya se encontraba canturreando por entre medio de las rocas, supongo que buscando cangrejos o cualquier otra cosa que le interesara. Llegó abajo del todo de las rocas y estaba entretenido con piedras o conchas cuando hice el lance con la primera de las cañas que de nuevo había cebado. El sedal y la puntera silbaron al roce con el aire que venía en contra y entonces el niño dijo:
Niño - ¡Qué susto me has dado!. No me extraña que los peces estén temblando de miedo y se vayan a esconder a otros países, porque con esos sustos que metes, cualquiera pica.
En esto su padre lo llamó y tal como vino se fue. Nos dijimos adiós, no sin antes deleitarme de nuevo con uno de sus cánticos. Se fue hacia el coche saludándome con la mano y con una sonrisa me decía: - Saca las cañas, que no te van a picar.
Ciertamente no pesqué nada de nada, ni siquiera tuve la más mínima picada, pero fue una de las jornadas de pesca más divertidas de toda mi vida. Por eso la escribo, porque no quiero olvidarla y porque además, cada vez que lo recuerdo, disfruto enormemente. De lo único que me arrepiento es de no haberle preguntado al menos por su nombre. Y el niño tampoco me lo dijo.
Sobre las ocho y media aproximadamente aparece un coche todo terreno por la playa, como a cien metros de donde yo me encuentro, del que se bajan dos personas: un hombre de unos cuarenta años y un chiquillo de ocho o nueve. Cuando han terminado de preparar todos sus aparejos de pesca y el hombre se queda sentado en una pequeña hamaca mirando sus dos cañas, oigo al niño canturrear dirigiéndose hacia el espigón donde yo estoy. Se encarama en las piedras, todo esto sin dejar de canturrear, y prosigue su aventura entre los peñascos hasta que llega hasta donde me encuentro sentado en el único sitio plano que encontré de todas las rocas que hay al lado de mis cañas. Se sentó a mi lado y dejó de canturrear en ese tono de voz blanca de la que aún sigo sin adivinar la melodía, para decirme:
- Hola, ¿verdad que aquí no te molesto?
A partir de aquí voy a transcribir la conversación que mantuve con él hasta que se marchó.
Yo – Claro que no me molestas, pero ten cuidado porque las peñas están muy húmedas, no vayas a escurrirte y te caigas.
Niño – Yo no me escurro porque llevo estas zapatillas de goma, que además sirven para escalar y todo.
Yo - ¿Eres escalador?
Niño – Si. En mi pueblo me subo por todas las montañas y los cerros y mi padre me deja porque a él le gusta que yo escale. (De pronto se encarama bruscamente sobre mi espalda, asomando la cabeza por encima de mi hombro). ¿Has visto ese cangrejo que hay en esa piedra?
Yo - ¿Qué piedra? … (Me indica con el dedo un pedrusco por debajo de mí, donde en mitad de un pequeño charco se adivina una masa deforme que debe ser de la propia piedra que emerge sobre el agua estancada).
Niño – Esa que está ahí. Pues eso es un cangrejo.
Yo – Yo creo que no es un cangrejo, sino se le verían las patas y las pinzas, ¿no?
Niño – No. Es un cangrejo. ¿Tienes algo por ahí para tirarle, verás como se mueve?
Yo – Pues no, pero debajo del espigón hay muchas piedras. Ten cuidado al bajar a por ellas.
El niño comenzó de nuevo a canturrear y a bajar por las piedras hasta que llegó a la base del espigón. Cogió algunas piedras y las guardó en los bolsillos del pantalón corto que llevaba. Al subir de nuevo por las piedras se paró en un hueco y asomó la cabeza por él para decirme:
Niño – Ahí hay otro cangrejo, pero si lo cojo que sepas que no es para ti; es para mi padre, para que lo ponga en el anzuelo porque no se si sabrás que los cangrejos de este color verde, antes de que se pongan colorados del calor, valen para engañar a los peces, ¿sabes?
No pude aguantar la risa y le dije que naturalmente debería dárselo a su padre.
Cuando de nuevo llegó a mi altura, volvió a sentarse a mi lado y comenzó a tirarle piedras al supuesto cangrejo que decía estaba en el pequeño charco. Arrojó todos y cada uno de los guijarros canturreando su ya bien manejada cancioncilla que sonaba a flauta en sus notas más altas. Cuando terminó se quedó mirándome y me dijo:
Niño – Estoy empezando a creer que eso no es un cangrejo, porque si no se hubiera cabreado de todas las piedras que le he tirado y hubiera hecho así con las pinzas ( se levantó arrugando la cara y alzó las dos manos a la altura de su rostro, moviendo los dedos de afuera para dentro de la palma).
De nuevo no pude aguantar la risa y le recomendé que se sentara porque en ese momento venía una ola que tenía toda la pinta de que al romper sobre el espigón nos mojaría a los dos. Así fue y a él lo pilló mirando para atrás, con lo que recibió toda el agua sobre su espalda, con el consiguiente sobresalto y estremecimiento. No paraba de reírme con su actitud y le dije:
Yo - ¿Ves? Al supuesto cangrejo no lo has cabreado, pero al mar sí porque todas las piedras han caído sobre él y por eso te mandó esa ola para mojarte.
Niño – (riéndose) Si. Eso ya lo sabía yo. Pero yo aguanto mucho las olas, porque todos los veranos que vengo al mar lo cabreo un poco tirándole piedras y conchas.
Dejó de hablar para seguir su tonadilla musical mientras me recorría en derredor. Cuando pasó por el lado de las cajas donde yo guardaba los cebos, me dijo:
Niño - ¿Con qué cebos estás pescando?
Yo – Con sardina en una caña y en la otra, que tiene tres anzuelos, tengo puesto gamba, langostino y una lombriz que se llama “Coreana”.
Niño - ¿Me los enseñas?
Yo – Claro.
Abrí el macuto y le enseñé primero las sardinas, a continuación la lombriz y por último dos bolsitas de plástico donde guardaba gambas y langostinos crudos respectivamente. Cogió las dos bolsas con el marisco y me dice:
Niño – Qué ordenado eres, cada bicho en su sitio, para que no se cambien los sabores.
De nuevo me entró la risa y en ello estaba cuando me interrumpió para decirme:
Niño – Saca las cañas porque no te pican.
Yo – Pero, ¿cómo las voy a sacar ahora? ¿Tendré que esperar a ver si hay alguna picada, no? Aunque me da la sensación que si las saco, los cebos vendrán intactos, sin tocar, porque para mí que no hay peces hoy por aquí.
Niño – Pues como vengan los cebos “sin tacto” me voy a reír mucho de ti… si.
La carcajada que di retumbó entre los peñascos y entonces se me ocurrió decirle que igual si ponía un bocadillo en el anzuelo, los peces sí picarían.
Niño – Si, pero de chorizo de Espejo, que está muy bueno. Mi madre me lo pone cuando vamos al campo y yo pico mucho… más que los peces.
Me dolía la barriga de reír.
Yo - ¿De donde eres?
Niño – De un pueblecito de Córdoba que se llama Montilla.
Yo – Yo también soy de un pueblo de Córdoba. De Peñarroya Pueblonuevo, ¿lo conoces?
Niño – No. Ese pueblo todavía no lo hemos estudiado en el colegio.
Las lágrimas se me saltaban de la risa pero a él no parecía importarle la circunstancia y seguía con su animada conversación o, en su defecto, con sus cánticos.
Yo – Pues en tu pueblo hay muy buen vino. Podía poner en un anzuelo un poco del vino de tu pueblo y en otro un bocadillo de chorizo de Espejo. Igual así los peces se emborrachan con el vino y muerden el anzuelo del bocadillo.
Niño – Si. (Hizo una pausa larga gesticulando con la cara como buscando las siguientes palabras que quería decir). Es muy bueno el vino de mi pueblo. Fíjate si es bueno que en las viñas hay muchos conejos y se comen las uvas, entonces los cazadores no hace falta que les peguen tiros, porque los conejos están todos gordos y borrachos y los cogen con las manos.
No sabía ya como respirar entre el carcajeo. Cuando pude parar de reír y me limpié las lágrimas, le dije:
Yo - ¿Y tu padre ha pescado algo?
Niño – (Gritando) ¡Papá!, ¿has pescado algo?
El padre a lo lejos indicó escuetamente con el dedo que no y él se me quedó mirando un rato y me dice:
Niño – Dice que no, pero que es por culpa de las voces que nosotros estamos dando y del ruido de las olas, que le asustan los peces que van a picarle. Ahora vamos a hablar en voz baja, verás como mi padre coge más peces que tú. (Se arrimó a mi oreja y en voz baja me susurró). ¿Me das una gamba?
Yo – (aguantándome las ganas de reír) ¿Para qué quieres una gamba?
Niño – Para comérmela.
Tengo que decir que el niño, sin estar rollizo ni tampoco delgado, la imagen que desprendía es que era de buen comer, en definitiva, estaba magrote.
Yo - ¿Pero como te vas a comer ésto si están crudas?
El niño miraba las gambas arroceras (rojas) y los langostinos (blancos) e insistía:
Niño – Pues yo me las como así. ¿Me das una?
Comprendí que el color de las gambas le engañaba porque él se las comía de ese color, claro que ya cocidas, y entonces le arrimé una gamba a la nariz y le dije que la oliera para comprobar que estaba cruda.
Niño – (Al oler la gamba la tocó con los dedos y se llevó éstos a la boca). Ya se por qué no te pican los peces. Estas gambas no están bien muertas (entiendo que quiso decir cocidas) y por eso a los peces no les gustan. Además están muy sosas y saben a boquerones, pero sin vinagre.
Sinceramente tengo que decir que me dolían los músculos de la barriga y de la quijada por el hartón de reír que me estaba dando.
Yo - ¿Estáis de vacaciones en un apartamento?
Niño – No. Estamos en un camping. A mí no me gusta porque huele muy mal y se pasa mucho frío. Cuando era más pequeño, tendría a lo mejor uno o dos años, estuve a punto de morirme de frío. ¡No se cómo salí vivo!
Cuando me recuperé de la carcajada, le dije:
Yo – Pero, ¿por qué pasas tanto frío, es que no te abrigas o no te arropas por las noches cuando te acuestas?
Niño – Yo si me arropo, pero como hace mucho aire, de ese que es muy malo y muy frío que se llama “levanta”, pues me levanta, me despierta y entonces paso frío. Por eso no me gusta el camping. Y además huele mal porque, ¿sabes una cosa?, hace tiempo descubrieron petróleo ahí y desde entonces hay un pozo negro.
Volvían a saltárseme las lágrimas de la risa y desde luego estaba asombrado de cómo la imaginación de este crío amalgamaba realidades en su mente en función de lo que habría oído decir a sus padres, a su familia o a las personas con las que entablara relación. Era una esponja, estaba nutrido de todo lo que sus oídos percibían y era su cerebro el que procesaba esta información con el componente individual que él le daba en base a sus criterios, que además no dudaba en manifestar.
Niño – Saca las cañas que no te van a picar. (insistió de nuevo)
Yo – Llevas razón. Voy a sacar las cañas y a cambiarles el cebo, que ya lleva mucho rato en el agua.
Niño – Como los cebos salgan sin “masticar” por lo peces que sepas que me voy a reír de ti.
Saqué las cañas y en efecto los cebos venían sin tocar. No había ni morralla que hubiera podido mordisquear algo los cuatro cebos que tenía puestos. Cuando esperaba la risa del niño, éste ya se encontraba canturreando por entre medio de las rocas, supongo que buscando cangrejos o cualquier otra cosa que le interesara. Llegó abajo del todo de las rocas y estaba entretenido con piedras o conchas cuando hice el lance con la primera de las cañas que de nuevo había cebado. El sedal y la puntera silbaron al roce con el aire que venía en contra y entonces el niño dijo:
Niño - ¡Qué susto me has dado!. No me extraña que los peces estén temblando de miedo y se vayan a esconder a otros países, porque con esos sustos que metes, cualquiera pica.
En esto su padre lo llamó y tal como vino se fue. Nos dijimos adiós, no sin antes deleitarme de nuevo con uno de sus cánticos. Se fue hacia el coche saludándome con la mano y con una sonrisa me decía: - Saca las cañas, que no te van a picar.
Ciertamente no pesqué nada de nada, ni siquiera tuve la más mínima picada, pero fue una de las jornadas de pesca más divertidas de toda mi vida. Por eso la escribo, porque no quiero olvidarla y porque además, cada vez que lo recuerdo, disfruto enormemente. De lo único que me arrepiento es de no haberle preguntado al menos por su nombre. Y el niño tampoco me lo dijo.